¿A quién se le confía tener un niño?

Como hombre gay casado y pediatra de urgencias, sigo enfrentando dificultades con mis expectativas de tener una vida familiar “tradicional”.

Hace unos años, mientras completaba mi residencia en pediatría, pasé un mes trabajando en la sala de neonatología. Cada día, nuestro equipo se reunía en un estrecho pasillo del cuarto piso del hospital del condado y miraba una habitación llena de bebés a través de un cristal alto. Las enfermeras los limpiaban y cambiaban, y luego nosotros hacíamos nuestros exámenes y escribíamos nuestras notas.

Cuando los bebés lloraban, los tomábamos en brazos hasta que se tranquilizaban. La sala se llenaba y se vaciaba, los bebés entraban y salían todo el día. Sus moisés con ruedas quedaban dispuestos en filas desordenadas como carritos de compras abandonados en un estacionamiento vacío.

Un día, en una mañana tranquila en la que solo había una parturienta, hicimos la ronda con el pediatra de guardia, decidimos quién haría las circuncisiones, quién tenía demasiada ictericia y debía empezar fototerapia. Una enfermera me dio un bebé para que lo sostuviera, y lo balanceé con una mano mientras comprobaba las constantes vitales con la otra.

Había algunos exámenes a recién nacidos que hacer, notas que escribir. Almorcé en la cafetería y luego di algunas altas, y observé a los jóvenes padres radiantes (aunque aterrorizados) ante el pequeño bulto que llevaban en brazos mientras desaparecían por el pasillo y cruzaban las puertas del ascensor. Mi adjunto me dejó irme a casa pronto, así que me fui.

Atravesé el tráfico de primera hora de la tarde sin sobresaltos. En casa merendé y vi Netflix en la computadora hasta que llegó mi marido. Me preguntó cómo me había ido ese día y le dije que bien. Entonces me acerqué a él para abrazarlo, caí en sus brazos y lloré.

Una parte de mí seguía en la sala de recién nacidos, y me destrozaba estar tan cerca y, sin embargo, tan lejos de la paternidad. Aunque estaba abrazando a mi marido, mis brazos aún sostenían el peso del bebé que había cargado apenas unas horas antes, lo que me obligaba a plantearme una vida que nunca me había permitido sentir que merecía.

Una de las razones por las que no me declaré gay hasta los 27 años fue que no quería renunciar a la idea de tener una esposa. A los 33, he aprendido a renunciar a eso, a la mujer sin rostro que había llevado en mi mente durante tanto tiempo. Ahora la reconozco como la encarnación de todo lo que corría el riesgo de perder si se me escapaba el secreto: un matrimonio y una familia tradicionales, incluida la idea de paternidad, o al menos la forma en que me enseñaron a percibirla: la lógica de patio de colegio que se me grabó en la mente en la que no puede existir un padre sin una madre, ni una madre sin un padre, ni un hijo sin ninguno de los dos.

“Hay otras maneras”, me dijo un día mi marido.

Hablamos de hijos de manera esporádica, durante las pausas publicitarias de RuPaul’s Drag Race o entre bocado y bocado mientras cenamos. No busca ser críptico, pero, a pesar de todo, sé lo que dice: somos afortunados por tener opciones. Pero me resulta difícil considerarlas seriamente. Es muy fácil sentirse abrumado. El dinero, la ética, los abogados.

Me imagino entrevistando a madres de alquiler y donantes de óvulos —más mujeres sin rostro que atormentan mi mente—, intentando extraer todo un genoma de una conversación, valorando los rasgos como si fueran los ingredientes de un pastel, equilibrando los antecedentes familiares de diabetes o glaucoma con los ojos azules o marrones, el pelo claro u oscuro, la zurdera, el autismo, la altura, la afición a las matemáticas.

A veces me da envidia la manera en que la paternidad parece haberse contagiado entre todos los que conozco, omnipresente como un resfriado, y cómo, para muchos, la fórmula para tener hijos puede ser algo tan simple como el producto del sexo a lo largo del tiempo.

Mi padre me cuenta cada vez que conoce a una pareja gay que tiene hijos —un suave codazo que recibo del abuelo que lleva dentro— y cuando termina me queda una cierta pesadez, un recordatorio de lo diferente que soy, de todas las cosas en las que creí mientras crecía y que ya no me incumben.

Una vez mi padre notó esa pesadez cuando hablábamos por teléfono, después de que me hablara de una pareja que acababa de pasar por el proceso de adopción y que, un año después, seguía esperando la llegada de su hijo. Después de explicármelo todo, hizo una pausa y me dijo: “Sabes, parece una de las cosas menos románticas del mundo”.

Antes de empezar la residencia, le pregunté a mi terapeuta si estaba bien que fuera gay y pediatra. Se mostró afligido ante mi pregunta y enseguida me arrepentí de haberla hecho. Estaba a punto de salir del armario e inseguro de muchas cosas: interpretaba la vergüenza como perversión, la atracción como fetiche.

Solía ser voluntario en la escuela dominical de mi iglesia, y una vez me di cuenta de que el pastor me miraba desde la puerta mientras yo guiaba a un niño a lo alto de un tobogán de plástico. Intenté saludarlo, pero no dijo nada. Siguió mirándome, con los labios apretados, como si intentara decidir algo.

Yo conocía esa mirada. La había visto antes y la he visto desde entonces, siempre en medio de un silencio incómodo, como si pudiera haber algo en mí, algo feo y despreciable, que de alguna manera todo el mundo menos yo puede ver.

Ahora que soy pediatra me miran menos de esas maneras, lo cual podría ser la razón por la que decidí estudiar medicina, porque mis interacciones con los demás se enmarcan en la relación médico-paciente. Siempre se me han dado bien los roles, la afirmación de un trabajo bien hecho me ha proporcionado la validación que nunca he creído merecer. Y los niños suelen ver los roles más que a las personas —padre, madre, desconocido, amigo—, y quizá por eso me siento tan cómodo con ellos.

A veces, siento que soy mejor profesional por mi capacidad de centrarme en mi rol más que en mí mismo, de ver al niño como un paciente, sus lágrimas y gritos como síntomas de una enfermedad más que emociones de angustia. Pero hay otras ocasiones, normalmente pequeños momentos en un día tranquilo, en los que me golpea, el vacío de haberme ignorado durante tanto tiempo, momentos en los que reconozco la vida que tengo ante mí, un recién nacido lo bastante pequeño para caber en mis manos, e imagino un futuro en el que algo tan precioso y tan querido podría sentirse cómodo y relajado con alguien como yo.

Desde que soy pediatra me resulta más difícil querer tener hijos. Es cierto que mi perspectiva está sesgada. Me han enseñado a esperar bronquiolitis en cada esquina, neumonía y sepsis como amenaza constante. He visto la piel rota demasiadas veces para sondas pleurales, perforaciones, taponamientos de heridas y bloqueos nerviosos, brazos y piernas regordetes pinchados para extracciones de sangre, fluidos y antibióticos.

Mis sobrinos son niños pequeños, ambos imparables, y siempre debo adaptarme cuando los veo, lo poco que me necesitan, lo capaces que son, lo frágiles que no son.

Especialmente después de empezar mi beca en medicina de urgencias pediátricas, la experiencia me ha enseñado a anticiparme al desastre. Hay un chiste entre mis colegas que consiste en una lista creciente de todas las cosas que nunca dejaremos hacer a nuestros hijos: comer uvas sin cortar o perritos calientes, montar cuatrimotos y visitar un parque de plataformas elásticas.

Es una broma porque la llevamos a un extremo insondable, cada cosa es risible solo cuando está lo suficientemente lejos de la tragedia de la que procede, la lección aprendida demasiado tarde de que nada —ni nadie— es realmente nuestro.

Yo tengo mi propia lista que comparto en esos momentos, a pesar de mi ambivalencia sobre la paternidad. Es una manera de tener hijos sin tener hijos, un modo de pasar desapercibido, algo en lo que me he convertido en experto. Una parte de mí se dice a sí mismo que esto debería ser suficiente, estos breves destellos que tengo de la vida de mis pacientes, como si, sostenidas de punta a punta, constituyeran algo real que apreciar.

Pero esa voz no es más que un eco de las que he oído susurrar a mis espaldas muchas veces antes, un acompañamiento de las miradas desconcertadas que me dicen que el mundo aún no ha decidido si se puede confiar en mí.

Hace unos meses, conocí a un chico que había acudido a urgencias por dolor al orinar. Tenía 16 años, y cuando les expliqué a él y a sus padres que tendría que examinarle los genitales, se resistió.

“Es médico, solo hace su trabajo”, dijo su padre. Y luego, como para tranquilizar aún más a su hijo, añadió: “No es que sea gay o algo por el estilo”.

Daniel Lam es médico especialista en Medicina Pediátrica de Urgencias en Denver.

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