En mi familia, las mujeres cargan con la profunda culpa de una maternidad fallida. Por una condición genética, quizás yo no tenga que lidiar con eso.
Cuando tenía 16 años, mi madre me dijo que nunca sería más feliz. Entrar en la edad adulta, salir de casa, incorporarme al mundo laboral, tener hijos… todas esas etapas, según ella, estarían marcadas por el sufrimiento y la decepción.
Yo no sabía cómo decirle que me sentía sofocada y ansiosa todo el tiempo, así que fingía ser la niña alegre y despreocupada que ella quería que fuera.
“Yo era más feliz cuando tenía tu edad”, me dijo. “Hermosa. Libre. Deberías disfrutarlo ahora antes de que se acabe”.
Yo no sentía ninguna de esas cosas, solo la certeza aterradora e inexorable de que tenía que mejorar. Pero, ¿cómo podía cuestionar un cuerpo que una vez me tuvo entre sus amorosos pliegues?
“Yo era la más guapa de mi familia”, me dijo mi madre más de una vez. “Muchos hombres querían casarse conmigo. Venían a ver a mis padres y les rogaban para cortejarme. Podría haberme casado con cualquiera. Un médico de Texas. Un hombre de negocios francés”.
En lugar de eso, se casó con mi padre, un vietnamita católico de buena familia. Se mudó de su unida comunidad en Santa Ana, California, a San José, una distancia que la hacía sentirse varada en el mar. Tenía 22 años y un esposo de 33 al que apenas conocía. Yo fui su primera hija. En los años siguientes, siguió intentando tener hijos, decidida a seguir el ejemplo de mi abuela, que dio a luz a 10.
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