El debate sobre la idoneidad de Joe Biden para aspirar a un segundo mandato ha dejado la Cumbre de la OTAN, celebrada en Washington para conmemorar su 75º aniversario, en un segundo plano. El simple hecho de que sus propios asesores hayan optado por presentar sus apariciones públicas durante dicha reunión, más la primera rueda de prensa que ha realizado en los últimos ocho meses, como la mejor prueba de que está preparado para seguir en la Casa Blanca muestra a las claras lo poco que puede esperarse ya de él, al margen de lo que le depare la suerte de aquí a noviembre.
En todo caso, durante su mandato, y gracias sobre todo a la agresividad de Vladímir Putin, la OTAN ha vuelto a ocupar el centro del escenario de seguridad europeo, haciendo olvidar su fiasco en Afganistán y sumando dos nuevos aliados, Finlandia y Suecia. Igualmente, ha logrado articular y liderar un mecanismo aliado para movilizar una ayuda económica y militar que explica por sí sola que Kiev haya logrado resistir hasta hoy la embestida rusa.
Una ayuda vital que, a la vista de que el conflicto apunta a una prolongación indefinida, deja de estar coordinada por el llamado Grupo de Ramstein (liderado por Washington) y pasa a manos de la propia OTAN. Se busca así no solamente garantizar los compromisos aliados con Ucrania para permitir la transformación de sus fuerzas armadas y su industria de defensa para el futuro, sino también evitar que el hipotético regreso de Donald Trump a la presidencia pueda suponer un revés catastrófico para las aspiraciones nacionales ucranianas. Aun así es comprensible la frustración de Zelenski al ver que la cumbre ha rematado sin haber recibido una invitación formal para integrarse como nuevo aliado, por mucho que se declare que el proceso es irreversible.
En paralelo, Biden ha empujado a la Alianza hacia la región Indo-Pacífico, con China a un paso de ser definida como enemiga, y ha terminado por ser sensible a la petición de algunos aliados europeos (España entre ellos) de atender a lo que ocurre en nuestra vecindad sur, nombrando un representante especial y poniendo en marcha una estrategia global para la región. Y, por supuesto, ha presionado para que finalmente este año termine con 23 de los 32 aliados cumpliendo con el compromiso adquirido hace una década al dedicar al menos del 2% de su PIB a la defensa.
Todo ello mientras la sombra de Trump sigue alargándose para temor no solo de los palestinos, los ucranianos y los propios estadounidenses, sino también para los europeos. No se trata solamente de exabruptos tan llamativos como lo de animar a Moscú a hacer lo que quiera con los aliados europeos que no cumplan con ese sacralizado 2%, poniendo directamente en cuestión la defensa colectiva que recoge el artículo 5 del Tratado; sino de la posibilidad de que Estados Unidos se salga de la Alianza, dejando a los aliados europeos sin la cobertura de seguridad que hasta ahora les hace sentirse menos vulnerables ante cualquier amenaza.
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Visto desde la Unión Europea, es evidente que los Veintisiete no disponen de medios propios para disuadir y defenderse por sí solos. Pero también lo es que gracias a la OTAN Washington goza de una privilegiada posición para colocar su material de defensa entre sus aliados europeos, apresurados por dotarse de lo que sus propias industrias de defensa no logran suministrar a corto plazo a sus fuerzas armadas. Y, del mismo modo, la Alianza le garantiza una influencia política en los asuntos europeos que ningún otro mecanismo puede sustituir. Y se supone que todo eso lo sabe Trump.
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