Hay horrores domésticos que pasan ante tus ojos solo cuando le suceden a otro: la policía los revela, una vez resueltos, o te cuenta un vecino o conocido que a alguien cercano le sucedieron. Son un tipo de horror que siempre tiene a un vulnerable por protagonista, personas de edad avanzada que se han vuelto confiadas, que no tienen capacidad de respuesta, que son un blanco fácil para el robo y el engaño. El daño que sufren no es menor: pueden ser ingenuas y quizá ni siquiera sufren lesiones, en estas acometidas delictivas, pero el dolor que causa sentirse con tal indefensión es hondo y despreciable. Las estafas y robos a personas ancianas crecen porque cada vez hay más, y están desprotegidos. En Barcelona y Sant Adrià han detenido estos días a una mujer que era ella sola responsable de siete robos con violencia cometidos en apenas una semana: simulaba pedir limosna por los rellanos de los edificios y cuando quien abría la puerta era una persona mayor, la asaltaba para conseguir joyas o dinero. “No abras la puerta cuando estés sola” es ya un mantra que repetimos a nuestras madres o abuelas, “no cojas el teléfono fijo” también, ahora que hay tanto fraude telefónico. Me pregunto cómo se apañan las compañías de servicios para abrirse paso en asistencias y revisiones necesarias en los hogares, ahora que hemos perdido la confianza hasta en los inspectores del gas uniformad0s, de tan sofisticados que se han vuelto los fraudes.
La mochila mental de la preocupación por nuestros mayores tiene carga extra cuando tienes hijos también en edad de crecimiento, y cada vez hay más mujeres sobre todo que comparten esta doble inquietud: no es solo algo que inquieta, también requiere gestiones, avisos, precauciones, chequeos constantes del bienestar de unos y otros. Mujeres de entre cuarenta y cincuenta años con niños pequeños y padres dependientes o con necesidad de algún tipo de cuidados. Mujeres trabajadoras que son malabaristas de la conciliación, como también cada vez más hombres. En los ambientes laborales, la lucha por la conciliación familiar se ha volcado tradicionalmente en madres y padres, con sus permisos y sus jornadas reducidas, pero aunque la legislación prevé situaciones en que la dependencia viene por arriba, esto es, deriva de la gente mayor al cargo, no somos tan conscientes del peso en nuestras vidas y actividad que eso comporta.
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Mirar a otras culturas para ver cómo se apañan ante estas nuevas paradojas sociales, en las que el mayor envejecimiento retrasa justamente la natalidad por los numerosos retos que afrontan las crisis de vivienda, la inflación, y los nuevos retos laborales no da tampoco grandes respuestas pero en ello estamos. El periodista Egill Bjarnason, autor de un divertido ensayo sobre el rol de Islandia en la geopolítica, ‘Cómo Islandia cambió el mundo’, apunta que su sociedad ha conseguido de alguna manera encontrar la fórmula que equilibra el derecho de las mujeres a integrarse en el mundo laboral y a desarrollar sus carreras profesionales sin por ello tener un desgaste en otras facetas de la vida como la maternidad o los cuidados familiares en general. Su alta tasa de natalidad, combinada con una batería de medidas políticas de corte feminista, es una muestra de que el camino puede ir por ahí. Toda la fiscalidad del país se analiza desde una perspectiva feminista, y Bjarnason lo califica como “presupuestos de género” para garantizar la máxima cohesión social. No tiene que ser la única vía, pero mirar para otro lado ante la sobrecarga que sufren especialmente las mujeres no va a resolver el problema, sino a ahondar en los que se abren de forma inexorable para el futuro de nuestra civilización.
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