Después de años de combatir el bulo, Pasqual Maragall dejó de ser el ‘Maragall borracho’ que rezaban las pintadas en los muros. Los socialistas siempre acusaron a los nacionalistas de CiU, especialmente al aparato de Convergència, de asumir y promover un chisme que pronto se convirtió en una lacerante campaña de desprestigio. El escarnio adquirió dimensiones ingobernables. El aspecto un tanto desaliñado y la dicción confusa del entonces alcalde no ayudaban a disiparlo. Solo el gran éxito de Barcelona 92 empezó a desmentir la falsedad. Tuvieron que pasar años para que la solidez intelectual, heterodoxia, instinto, imaginación, valentía y obstinación del político socialista se impusieran. Con la enfermedad, ya incapacitado como rival político, su aura no dejó de engrandecerse. El apellido del nieto del poeta pasó a ser un codiciado objeto de deseo, incluso para quienes no habían dudado en vilipendiarlo cuando era una amenaza.
Cuando Ernest Maragall se unió a ERC no era ningún recién llegado a la política, su carrera era tan sólida como longeva, pero era evidente que su gran capital político se alimentaba de la reputación de su hermano. Un capital que él no dudó en manosear cuando instó a los socialistas a dejar de evocar la figura de Pasqual. Como si su voluntad pudiera imponerse a un legado inseparable del PSC. Ernest se sumó a una causa independentista que nunca fue la de su hermano. Pasqual, alcalde de Barcelona y president de la Generalitat, siempre defendió una capital mediterránea y europea, una Catalunya diversa y una España federal y regenerada.
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Cuando Ernest pasó a engrosar las listas de ERC, llegó con un apellido que el partido, evidentemente, quiso capitalizar. Con su incorporación, sumaba a las siglas una suerte de marca de prestigio. El escándalo por los carteles de ‘falsa bandera’ de ERC desvela algo más que una forma de hacer política alejada de toda ética. Muestra la lejanía entre la grandeza de Pasqual y la miseria de todos los que han querido sacar rédito de un apellido.
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