Al terminar la universidad, aposté todo por mi novio

Cuando mis amigos iban en pos de empleos interesantes y la facultad de derecho, yo me fui a México detrás de un chico.

Diez meses después de salir de la universidad, estaba sentada en una pequeña cabaña de un pueblo costero mexicano, haciendo una pausa de mi crisis de identidad el tiempo suficiente para fumar un porro con mi novio. Entonces una llamada a la puerta lo cambió todo.

Nos habíamos juntado al final de mi último año, cuando yo no tenía ningún plan para lo que vendría después. Él era bello como la estatua de un joven griego, y brillante como uno de los beneficiarios del Programa de Becas Presidenciales de Estados Unidos. También iba dos años detrás de mí en los estudios, hablaba español y tenía suficientes créditos de nivel avanzado como para tomarse un semestre libre solo por diversión, así que estaba pasando la mitad de su penúltimo año en México, con 10 dólares al día, viajando en autobuses a diésel abarrotados con otras personas que tenían que viajar pagando lo mínimo y alguna que otra gallina enjaulada que cacareaba y aleteaba.

Yo no hablaba español, ni siquiera un poco, y salvo viajes de verano a Canadá, nunca había salido de Estados Unidos. En mi penúltimo año, con el fin de ganar dinero para gastos, había aceptado un trabajo a tiempo parcial en una agencia de publicidad local. Después de la graduación, mientras mis amigos apostaban todo a ambiciosas e impresionantes propuestas —estudios de posgrado, derecho, editoriales en Nueva York—, yo empecé a trabajar en la agencia a tiempo completo.

No sentía ningún respeto por la publicidad y no tenía ni idea de lo que estaba haciendo con mi vida.

“Tengo que irme”, le dije a mi jefe. “Necesito estar en México”.

Aunque enseguida me dejé convencer para quedarme a cambio de tres semanas de vacaciones, en mi mente había apostado todo, sin duda, al novio.

Volé a Acapulco, donde él me recibió en el aeropuerto. En el viaje de siete horas en dos autobuses de vuelta a su lugar de origen, el pequeño Puerto Escondido en la costa del Pacífico, perdí el monedero con 200 de los 250 dólares que había llevado. Tenía 22 años, era mucho dinero y, aunque estábamos juntos, sentía en mi corazón que estaba sola.

Me sentía muy sola con él. Y él también era solitario, y además inescrutable. Sabía muchas cosas sobre él: los nombres de los gatos de su infancia, los divorcios y segundas nupcias de su familia, la manera en que muchos de sus recuerdos giraban en torno a la comida que le habían servido. Pero no tenía la sensación de conocerlo a él.

Estaba desesperada por saberlo: ¿Quién eres? Es decir: ¿Por qué estás conmigo?

En Puerto Escondido, nos alojamos en una cabaña de estuco con techo de hojalata en una ladera cubierta de maleza a menos de 30 metros de la playa. Tenía un toldo de palapa, una cama, una mesa, un banco y un foco de cadena.

Había comprado un cubrecama de algodón de colores, una hamaca que colgó fuera entre los postes del toldo, una olla de peltre azul para que pudiéramos cocinar en la fogata de ladrillo y dos cuencos de peltre azul a juego.

Puerto Escondido era un pueblo pesquero y un lugar para hacer surf, pero no hice ni lo uno ni lo otro. Las olas eran tan inquietantes que ni siquiera me metí en el mar. Todo me inquietaba. En la playa, unos jóvenes vendían iguanas asadas para comer. En el terreno contiguo a nuestra cabaña, dos caballos pastaban, a menudo con enormes erecciones, mientras yo estaba tumbada en la hamaca fumando cigarrillos mexicanos, intentando no mirar.

Antes de que yo llegara, nos habíamos escrito cartas: la mía intentaba ser literaria, provocativa y romántica, enviada a la lista de correo general de las ciudades por las que él pasaría; la suya era un diario de viaje con los platillos que había comido, los mercados que había visitado, la gente que había conocido, bocetos de pájaros y una caja de madera que estaba tallando. Escudriñaba sus palabras apresuradamente, esperando algo que me hiciera palpitar el corazón, y siempre me decepcionaba. En una de sus llamadas concertadas desde un teléfono público, me dijo: “Me gustan mucho tus cartas, pero yo no puedo hablar así”.

Yo tampoco hablaba así; solo intentaba sonsacarle algo, alguna señal de que lo tenía cautivado. Yo era inteligente, segura, y se me podía ocurrir un chiste en el momento, e incluso podía considerarme atractiva a la manera de Virginia Woolf, pero no me sentía deslumbrante. Necesitaba que él estuviera deslumbrado.

Porque él… caramba, todo el mundo parecía desearlo. Desde el momento en que puso un pie en el campus, parecía que todo el mundo sabía quién era. Estudiaba arte, tenía talento suficiente para conseguir un estudio de escultura como alumno de segundo año. Se le veía paseando en bicicleta por la ciudad, sentado en posición erguida, con las manos sobre los muslos o colgando con gracia a los lados. Nadie tenía tan buen aspecto en bicicleta. Y cómo le caía el pelo sobre su hermoso rostro.

Quería estar con esa persona, y por eso vine a México, y sentía que en su corazón… bueno, no estaba segura de lo que había en su corazón, pero sabía que yo era demasiado desdichada para ser querida. Ni siquiera me atrevía a pedir mi propia comida cuando íbamos a un restaurante. Sentada en una mesa con el logotipo de una cerveza, le pedía con la cabeza que ordenara algo por mí. Pidiera lo que pidiera, apenas comía.

Tenía hambre y a la vez no. Era la reina del estreñimiento, no solo de mis entrañas, sino de todo mi ser. Se suponía que la vida después de la universidad se haría más grande, y yo había viajado más de 3000 kilómetros para que la mía se encogiera hasta convertirse en una pequeña y dura cagarruta.

Y entonces ocurrió. Una mañana nos levantamos y decidimos fumar el porro que había estado guardando para la ocasión adecuada. Nos colocamos hasta quedar paralizados y estábamos sentados en la cama riéndonos, hablando de nada y de lo que haríamos ese día, y yo dije: “¿Sabes lo que necesitamos? Necesitamos comer pollo”.

Pollo. El pollo sabría tan bien. Pensar en este antojo nos hizo reír como te hace reír estar muy colocado, y cuando, de repente, alguien llamó a la puerta de nuestra cabaña, nos reímos aún más. Una risa de culpables y terroristas, tratando de callarnos, porque estábamos en México, drogándonos, y ¿quién podría estar llamando a nuestra puerta?

“¡No la abras!” Susurré. “¡Es la policía!”.

“¡Por supuesto que voy a abrir!”.

Y lo hizo. Y no era la policía. No solo no era la policía, sino que era una niña pequeña que ofrecía una bolsa de plástico y decía en español con voz tímida: “¿Pollo?”.

Incluso drogada, sabía lo que esa palabra en español significaba.

No tengo ni idea de cuánto costaba aquel pollo desplumado y crudo, ni qué fue lo que le añadimos mientras se cocía a fuego lento en nuestra olla de peltre azul, ni a qué sabía luego de que lo servimos en nuestros cuencos de peltre azul. En mi cabeza solo cabía el milagro que había ocurrido.

Estaba desorientada y trastornada, casi sin dinero y sin voz. Sin visión de futuro, sin concepto de mi vida. Tenía un trabajo del que me avergonzaba y una relación de la que no estaba nada segura. Pero había pedido un pollo, y un pollo llegó a mi puerta.

Sabía lo suficiente como para tomármelo como la señal del universo que claramente era: una señal no solo de que todo iría bien, sino también de que yo podía hacer que las cosas sucedieran.

Yo había hecho que el pollo sucediera. Lo había conjurado. Y cuando ya no estaba colocada, pero aún abstraída por la experiencia, empecé a darme cuenta de que yo también había creado la relación.

No lo había hecho como una marioneta. Ni siquiera lo había hecho de una manera que necesitara comprender por completo. Me bastaba entender que, en algún lugar de mí, de algún modo, había una especie de poder lo bastante fuerte como para obligarlo a comprar una colcha, una hamaca y una vajilla de peltre azul para que yo estuviera bien. A viajar siete horas en cada sentido para recogerme en el aeropuerto. Para estar conmigo de una manera que renunciaba a todas las demás.

Había apostado por el novio y había aparecido una gallina. Quizá para una persona capaz de conjurar a una gallina, también habría otras oportunidades.

Todo esto es lo que la gallina me ayudó a ver.

Y mucho después, tras 10 años juntos —años durante los cuales él se licenció y yo conseguí dejar la agencia de publicidad, y nos mudamos a Boston y empecé a escribir de una manera que me llevaría a tener una carrera, y encontramos y empezamos a restaurar la propiedad que iba a ser nuestro hogar para siempre, pero también años durante los cuales llegué a la dolorosa conclusión de que él siempre sería inescrutable, que después de todo no estábamos hechos el uno para el otro— la lección de la gallina me ayudó a ver que yo podía hacer que la relación terminara.

Y así lo hice. Seguimos siendo amigos. Somos de esos amigos que hablan todas las semanas. Él tiene la olla de peltre. Yo tengo los cuencos.

Deborah Way es creadora y editora de @TheKeepthings, un proyecto de memorias en Instagram y Substack que incluye historias de seres amados trascendidos inspiradas por los objetos que dejaron después de morir.

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