Nunca le pongas cinco nombres a tu hijo

Si lo haces, es posible que nunca pueda separarse de ti.

Hace 36 años, mientras estaba embarazada, discutí con mi esposo sobre qué nombre ponerle al bebé. Sabíamos que era un niño y finalmente nos decidimos por el nombre de Robin —Robby para abreviar— en honor a la hermana de mi esposo, a uno de mis mejores amigos (y en silencio, solo en mi cabeza, al primer chico con el que bailé). Y a Robin Williams, por supuesto.

Después vino el verdadero desacuerdo: el segundo nombre. Mi esposo quería Douglas, en honor a su tío, un hombre corpulento con pelo y barba de Papá Noel que era el tambor mayor en una banda de gaitas.

No podía discutir eso, pero él también quería Sean (que insistía en que se pronunciaba “Ian” en Escocia), mientras que yo quería Kenneth, en honor a un querido amigo. Fue un laberinto sin salida que finalmente se resolvió cuando nos rendimos y lanzamos los tres nombres a la mezcla. El bebé se llamaría Robin Douglas Sean (pronunciado Ian) Kenneth Hillier.

Poco sabíamos el sufrimiento que este divertido acuerdo algún día le traería a nuestro hijo.

Todo comenzó mucho después del divorcio, cuando Robby estaba en sexto grado y llegó a casa después de la escuela, quejándose de que sus tres segundos nombres causaban una gran confusión entre sus profesores.

“¿Por qué hiciste eso?”, preguntó, exasperado.

Mi explicación no le pareció divertida. Si hubiera tenido el don de la previsión, habría usado mi autoridad parental en ese momento para cambiar el nombre que figura en su certificado de nacimiento. Pero no lo hice. Más tarde, perdí su certificado de nacimiento, otro error importante que se evidenciaría décadas más tarde, cuando realmente comenzaron los problemas de mi hijo.

En esta era de bases de datos en línea, no hay espacio para nombres adicionales en formularios web: licencias de conducir y registros de automóviles, por ejemplo. Los burócratas no parecen saber, ni importarles, qué hacer cuando llamas para corregir un error.

Robby atravesó su vida adulta sin complicaciones hasta que él y su novia se mudaron a Colorado, donde necesitaba un certificado de nacimiento para obtener una licencia porque no había renovado la anterior y no tenía pasaporte ni tarjeta de seguro social. La había extraviado.

Llamó al pueblo en Nueva York donde había nacido, y soportó semanas de trámites burocráticos hasta que le enviaron el valioso documento, solo para descubrir que no funcionaba: solo era aceptable un certificado de nacimiento emitido por el estado. Pero el estado de Nueva York tenía Douglas como su primer nombre y Robin su como segundo nombre. Las oficinas estatales no contestaron el teléfono. Tampoco el correo electrónico o el correo postal. Para arreglar las cosas, Robby contrató a un abogado que se dio por vencido rápidamente.

Esto continuó durante más de un año. Mientras tanto, Robby no podía conducir legalmente su propio auto. Afortunadamente, tenía un trabajo remoto y aguantó el encierro pandémico en casa, pero comenzaba a sentirse como una persona sin identidad atrapada en un extraño limbo kafkiano.

En Colorado, como en otros estados que han legalizado la marihuana, si no tienes una licencia de conducir o una identificación equivalente, no puedes comprar marihuana para ayudarte a controlar tu creciente depresión. Necesitas que otra persona —por ejemplo, tu novia— te la compre, conduzca hasta el supermercado para comprar tu comida y te lleve al médico para tratar de conseguir antidepresivos. Ella podría incluso cansarse de las molestias, como si tú las hubieras elegido. Entonces, cuando la empresa para la que trabajas quiebra y te despide, ella también te dirá adiós.

Robby estaba sin trabajo, con un vehículo sin matricular y que ahora no funcionaba, y a punto de quedarse sin hogar, pero estaba de suerte. Tenía una madre que se sentía terrible porque sus errores de hacía mucho tiempo le habían causado tanto dolor y además había recibido algo de dinero extra, suficiente para arreglar el auto, pagarlo y alquilar una pequeña casa junto a la de ella, donde él podría quedarse hasta que pudiera arreglar el resto del desastre.

Y así, Robin Douglas Sean (Ian) Kenneth Hillier vino a quedarse conmigo en la pequeña comunidad de Tres Piedras, en el borde de un bosque en el norte de Nuevo México.

Robby estaba destrozado cuando llegó con su igualmente ansiosa mezcla de pitbull y perro salchicha, Tyson, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras describía cómo se sentía “como un trapo sucio tirado a la basura”. Mi corazón se rompió al escucharlo. Pero mientras paseábamos a nuestros perros por el bosque dos veces al día, empezó a respirar de nuevo, restablecido por el aire limpio, tranquilo y los altos pinos ponderosa. Le di huevos, papas y burritos. Hizo ramen. Para el Día de Acción de Gracias, cocinamos suficiente comida para alimentarnos durante una semana.

Nevó. Nos sentamos en silencio en mi pequeña caravana, escribiendo y leyendo. Después de cenar, vimos películas y las comentamos largo y tendido. Llegué a conocer el hombre amable e inteligente en el que se había convertido Robby. Ya no era el muchachito que recordaba.

Planeaba mudarse a Carolina del Norte, donde un amigo le había ofrecido un lugar donde quedarse mientras él empezaba de nuevo. Solo era cuestión de esperar a que llegara el papeleo final: el título de su auto.

Pensamos que solo tomaría un par de semanas. Tomó tres meses.

Cada vez que llegaba un correo para él, me hacía ilusiones, pero nunca era la carta que necesitaba. Llegó una carta oficial dirigida a “Kenneth Sean” y Robby se desesperó. Había pasado por tantas decepciones que no confiaba en poder ser libre otra vez de disfrutar su vida.

Al día siguiente, le envié un mensaje de texto como de costumbre para decirle que me estaba preparando para nuestro paseo matutino, pero no hubo respuesta. Dormirá hasta tarde, pensé. Una hora más tarde, envié un mensaje de texto nuevamente. Aún nada. Mi imaginación empezó a preguntarse si algo andaba mal.

“¿Estás bien?”, le envié en un mensaje. No respondió.

No pude evitar que mis pensamientos den vueltas y vueltas. Poco más de un año antes, había visto al medio hermano mayor de Robby, Chris, sufrir una muerte agonizante por cirrosis después de una vida de adicción al alcohol. En mi dolor, me culpé por mis fracasos como madre, primero negándolos y luego negociando. Mi cabeza rumiaba expresiones como “y si” o “si tan solo”, pero no hay un botón de rebobinado en la vida. Solo podía intentar hacerlo mejor con el hijo que tenía.

Esperé una respuesta de Robby, pero no hubo ninguna. Su depresión me preocupaba. Una vez me había dicho que nunca había tenido un pensamiento suicida, pero ¿eso podría haber cambiado? Llamé. Finalmente, después de una larga y angustiosa espera, respondió.

“Me quedé dormido”, dijo, sonando atontado. “Me alistaré”.

Mi alivio fue tan grande que después de colgar, rompí en intensos sollozos, salpicándome la cara con agua fría para quitar las manchas rojas y que él no se diera cuenta.

“Acabo de ver tus mensajes de texto”, respondió entonces. “Lo lamento”.

Así que supo lo preocupada que estuve.

La depresión de Robby fue el tono de fondo del tiempo que pasó conmigo después de eso. Mientras esperábamos el correo todos los días, el invierno le quitó calidez y color al bosque. Hacía demasiado frío para disfrutar de nuestras largas caminatas, y nos apresurábamos a regresar a mi pequeña casa tan pronto como los perros terminaran sus necesidades.

Y entonces, un día, llegó la carta, la que habíamos esperado y temíamos que nunca llegaría. Robby no confiaba en que su nombre fuera el correcto hasta que lo abrió y lo comprobó por sí mismo. “Robin Douglas Sean Kenneth Hillier”.

Reímos, lloramos y celebramos.

Pero el calvario no había terminado. Todavía teníamos que ir al Departamento de Vehículos Motorizados de Nuevo México y registrar el automóvil antes de que Robby pudiera conducir legalmente hasta Carolina del Norte. ¿Qué pasaría si no tenía la documentación adecuada, el comprobante de domicilio o cualquier otra cosa necesaria?

Llamó y concertó una cita, revisó que la había sacado bien y luego volvió a llamar solo para asegurarse otra vez. Y otra vez.

Aun así, mientras conducíamos hacia la ciudad al día siguiente, estaba convencido de que algo saldría mal. En la oficina del Departamento de Vehículos Motorizados, Robby frunció el ceño mientras la mujer chequeaba cuidadosamente cada hoja de papel.

Luego le entregó su nueva matrícula. No podía creerlo. Así, volvió a ser oficialmente una persona.

Unas mañanas más tarde, preparé burritos para el desayuno y comimos en silencio. Habíamos dicho todo lo que había que decir, excepto adiós. Salimos a la nieve y terminamos de cargar el auto. Rasqué las orejas de Tyson. “Buen chico”, le dije al perrito y me volví hacia Robby, decidida a no emocionarme. Fallé. “Te extrañaré”, dije con la voz quebrada.

“Yo también te extrañaré”, respondió con la voz quebrada, y nos abrazamos y nos abrazamos de nuevo, riéndonos de nosotros mismos por llorar.

“Gracias por todo”, dijo, y se subió al auto.

Lo vi alejarse, despidiéndolo con la mano hasta que lo perdí de vista, atormentada por la repentina ausencia, un dolor que fue enteramente autoinfligido. Y esa es la paradoja del amor de los padres: mi trabajo era ayudarlo a dejarme.

LaVonne Ellis es una escritora que vive en el estado de Washington.

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